Mucho músculo y poco genio. Alta dosis de vehemencia y escasa de ingenio. Índice elevado de amarretismo y muy bajo de audacia.
Para los que suponían que el desembarco de los clásicos en su segunda versión, dentro de un campeonato tan absurdo en su desarrollo como incomprensible en su explicación, podía traer algo más que la lógica excitación, la respuesta fue tan lapidaria como reñida con la estética. Si aún con deficiencias estructurales nítidas, el fútbol argentino se venía encargando de ofrecer un producto entretenido, el fin de semana que termina no pasará a la historia por estar en consonancia con lo cosechado hasta el momento. Partidos violentos, cargados de asperezas y con una ausencia de juego evidente. La expectativa fue inversamente proporcional a lo visto en las canchas.
Sin distinciones geográficas, el duelo de Avellaneda, el de barrio entre Boedo y Parque Patricios, el platense, el rosarino, el de Cuyo, el del Sur del Gran Buenos Aires y el santafesino dejaron una pobre cosecha de apenas cinco goles. Lapidario.
El superclásico no fue una excepción. Boca y River ofrecieron un espectáculo cargado de rusticidad, con escasos momentos vinculados con el buen trato del balón y una ausencia de variantes tan inestables como el mismísimo campo de juego.
Como nunca, una acción específica alteró el desarrollo normal del juego y expuso las debilidades de ambos para recodificar el plan original e imponer las nuevas condiciones del partido.
Un nuevo exabrupto de Pablo Pérez, inclasificable en sus reacciones, obligó al juez Herrera a decidir como en todo el encuentro, con mano firme e inapelable la salida del desconcertante mediocampista xeneise. La inferioridad numérica de los de Guillermo Barros Schelotto, invitó al equipo a jugar con disciplina gremial. En ese contexto en el que dominó el esfuerzo, la plasticidad de Jara como mediocampista sobre la banda y luego en el centro tras la salida por una nueva lesión de Gago y la velocidad de Pavón sometiendo a sus marcadores en el extremo derecho, resultaron los puntos altos dentro de un equipo que disimuló satisfactoriamente sus más de setenta y cinco minutos con un hombre menos.
River volvió a mostrar las mismas debilidades que lo persiguen desde hace tanto tiempo, que ya no recuerda cuando empezaron sus bajones. Obligado por las circunstancias del juego, solo D’Alesandro descubrió los espacios fértiles en los que era posible encontrar caminos para herir al rival. Un juego plano, espeso y gris definió el andar general del conjunto de Gallardo. Hoy, igual que ayer y que casi siempre en los últimos tiempos. Con jugadores que parecen desperdiciar lo poco que les queda en el crédito del entrenador, la chance de lograr un triunfo jamás apareció como una consecuencia lógica de lo que entregaba el partido. La tenencia de la bola solo desnudó la falta de imaginación y expuso a un equipo cuyo dominio posicional nunca se tradujo en sometimiento futbolístico.
Como un capricho del almanaque, como una alteración del calendario, los dos clásicos equipos del fútbol argentino alejados de la pelea del torneo y con todos sus sentidos apuntando a la Copa Libertadores, debieron aplicarse a un partido incómodo, más vinculado a la historia que a su real protagonismo en la competencia.
Material descartable que luego de una rápida leída formará parte de la papelera de reciclaje. Porque a la hora de la verdad y más allá de la excitación general, lo único que perdura es el juego. Ese que a pesar de amontonar clásicos suponiendo que allí se encuentra la fórmula de la felicidad futbolera, esta vez brilló por su ausencia.